LES COMPARTO UN ENLACE DE MATERIAL INTERESANTE SOBRE CIUDADANÍA
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CIUDADANÍA
¿Qué es la ciudadanía? la idea de ser ciudadano o ciudadana es un concepto que surgió muchos años atrás. Se usaba en la antigüedad para distinguir a quienes pertenecían a la comunidad política -los ciudadanos- del resto de personas que no tenían plenitud de derechos civiles y políticos. Los pensadores de esa época, entre ellos Aristóteles, pensaban que las mujeres, los esclavos y los extranjeros no eran ciudadanos. La ciudadanía era sólo para unas pocas personas y entrañaba una cierta visión elitista del ser ciudadano. Era considerada un privilegio para unos pocos. Entonces desde aquellos tiempos los pensadores pretendían definir qué era la ciudadanía, y… hasta la fecha los y las autoras sobre el tema no logran ponerse de acuerdo.
En la Grecia antigua, el concepto de ciudadanía daba cuenta del vínculo entre el individuo y el Estado, que otorgaba al ciudadano un estatus superior al resto de las personas. Esa condición se daba únicamente a los varones libres que contaban con cierta riqueza y que habían nacido o se habían naturalizado en la polis. Los ciudadanos tenían libertades, derechos y obligaciones. Las libertades y derechos incluían la posibilidad de hablar y votar en la asamblea, ejercer funciones públicas, participar de la actividad religiosa, contar con la protección de la ley, tener beneficios sociales, poseer tierra, entre otras. Las obligaciones se referían a las tareas que los ciudadanos debían desempeñar a favor de la polis y que no se limitaban a la participación política, sino que abarcaban otros asuntos públicos, en particular, el de pagar impuestos y defender a la comunidad.
El estatus de ciudadanía podía perderse cuando se había cometido una falta contra la comunidad o contra su honor, por ejemplo, al no pagar los impuestos, al robar, al desertar, al abandonar el campo de batalla, o al haber maltratado a sus padres. El perder la ciudadanía suponía quedarse sin el amparo de la ley, dado que implicaba la pérdida de derechos como por ejemplo asistir al ágora (o plaza pública), la imposibilidad de ser testigo en un juicio, de estar en el ejército, de asistir a los servicios religiosos o de hacer testamentos.
La Roma antigua mantuvo algunas de estas características, como la igualdad ante la ley de los que eran ciudadanos o la participación en los asuntos públicos. Sin embargo, la ciudadanía romana era menos excluyente que la griega, pues los romanos, un imperio conquistador, era más abierto a los extranjeros, a quienes les ofrecía una ciudadanía de segunda categoría. Es decir, las ciudadanas y ciudadanos de los territorios conquistados no podían participar en las decisiones públicas, aunque contaban con la protección de la ley, podían suscribir contratos e, incluso, casarse con los romanos. Todo ello permitió una integración paulatina y la expansión de la cultura romana y de su imperio por las costas del Mediterráneo.
Algunas de las ideas de los griegos y romanos están vigentes en la actualidad, pues seguimos considerando que la ciudadanía está asociada con la pertenencia a una comunidad y con la libertad de actuar dentro de la ley y de buscar su protección. La visión moderna de ciudadanía surgió de la Revolución francesa y se plasmó en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada en 1789, que reconoció que los derechos de los hombres eran naturales, inalienables y sagrados, y que todos los hombres nacían libres e iguales. De esta manera, las ideas antiguas de el ser ciudadano como la membresía a una comunidad fueron complementadas con la ampliación del reconocimiento de esos derechos a un mayor número de personas.
Las democracias modernas que surgieron en el siglo XIX reconocían derechos de ciudadanía, en un primer momento, a todos los varones. Poco a poco, la diversidad de las sociedades y el reconocimiento de los derechos políticos como parte de los derechos humanos se otorgaron de manera formal a todas las personas, sin importar su género, pertenencia a grupos sociales, económicos, ideológicos y religiosos. Y, a pesar de ese reconocimiento formal a la igualdad en el acceso de esos derechos, en la práctica, el ejercicio efectivo fue limitado para algunos grupos. El relato teórico de la ciudadanía ha invisibilizado el hecho de que las mujeres han estado excluidas de manera efectiva de los procesos políticos (recordemos, por ejemplo, lo que tardaron en conseguir el derecho al voto).
Desde los tiempos de Olympe de Gouges, muchas otras mujeres cuestionaron la exclusión y discriminación de las mujeres en la vida pública. Sin embargo, tradicionalmente estas ideas han estado invisibilizadas. Por ejemplo, la noción sociológica de ciudadanía más extendida ha sido la que desarrolló Thomas Marshall en su obra clásica llamada Citizenship and social Class publicada en 1950, para quien la ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones. En su argumento básico sostuvo que la ciudadanía habría evolucionado a lo largo del tiempo a través de la creciente adquisición de derechos como una especie de marcha por etapas: los siglos XVIII (Derechos Civiles); siglo XIX (Derechos Políticos) y siglo XX (Derechos Sociales) y describió cómo esa evolución histórica de la ciudadanía y de los derechos se manifestaba entonces en derechos civiles, políticos y sociales.
En la actualidad, ser ciudadana o ciudadano significa ser miembro pleno de una comunidad, tener los mismos derechos que los demás y las mismas oportunidades de influir en el destino de la comunidad, asimismo supone obligaciones que es lo que hace posible el ejercicio de los derechos. La ciudadanía se manifiesta (se hace posible) a partir de tres dimensiones diferenciadas. Siguiendo a Marshall, primero, por pertenecer a una comunidad que es fuente de identidad colectiva (nacional). Segundo, por la capacidad que tenemos de ser agentes participantes y decisorios en las instituciones políticas. Tercero, porque supone cierto estatus legal. Las tres dimensiones -que se presentan interrelacionadas entre sí en el mundo real- han sido destacadas como claves por diferentes corrientes filosóficas como el comunitarismo, el republicanismo y el liberalismo (Lois y Alonso, 2016: 61).
Esta visión multidimensional de la ciudadanía se encuentra constantemente desafiada por los cambios que se están dando en las últimas décadas respecto a la distinción entre esfera pública y privada, los efectos de la globalización y las ciudadanías cosmopolitas, las crisis europeas del Estado de Bienestar o el creciente pluralismo y diversidad de las sociedades. Todos estos elementos ponen en discusión constantemente el concepto de ciudadanía. Por ejemplo, en relación a la distinción entre espacio público y espacio privado, la revisión histórica evidencia cómo diversos grupos han tenido acceso desigual a los derechos de ciudadanía y cómo la filosofía se ha olvidado de explorar lo que ocurría en el espacio privado (quién se hacía cargo, cómo, para quién).
CIUDADANÍA Y POLÍTICA
Todas las personas tenemos derechos y ser ciudadanos y ciudadanas nos otorga un estatus especial como miembros de una comunidad. En este sentido, la ciudadanía nos vuelve integrantes de un Estado y nos adscribe a una serie de acuerdos, normas y prácticas compartidas que constituyen una comunidad política. La pertenencia a una comunidad política es importante por dos razones principales: porque nos garantiza estatus y derechos de participación al interior de la comunidad y porque nos otorga protección de un Estado hacia afuera de la misma.
Al interior de la comunidad, la ciudadanía nos otorga un estatus igualitario, es decir, reconoce nuestros derechos de participación política en igualdad de condiciones y con la misma importancia que a las demás personas. A partir de ello, contamos con ciertos derechos, pero también responsabilidades, y estamos obligados a respetar las normas comunes y las prácticas de nuestra comunidad. La ciudadanía, relacionada a la política, puede ser entendida como la capacidad de las personas de controlar su propio destino dentro de la comunidad y de influir sobre el destino de la propia comunidad (Stinchcombe, 2001: 140-1).
Las sociedades, si bien reconocen los derechos de las personas, incluso aquellas que no integran la comunidad, pueden ser muy celosas cuando se trata de la participación en la política. Por ello reserva esta actividad únicamente para quienes son ciudadanos y ciudadanas, considerando que otras personas foráneas no comparten los mismos intereses, principios, valores y prácticas que el grupo. En este sentido, debemos reconocer que la ciudadanía llega a ser un concepto excluyente, al dejar fuera de la comunidad a diferentes personas y grupos de personas. Pero, ¿cómo decidimos si alguien integra una comunidad política?
Los países tienen diferentes maneras de definir a quiénes reconocen u otorgan la calidad de ciudadano o ciudadana. Si bien ciudadanía y nacionalidad son cuestiones diversas dependiendo de cada lugar, la mayoría de los países asocian ciudadanía con ser nacional del país y haber cumplido una edad determinada por ley. La nacionalidad señala el “vínculo jurídico de una persona con un Estado, que le atribuye la condición de ciudadano o ciudadana de ese Estado en función del lugar en que ha nacido, de la nacionalidad de sus padres o del hecho de habérsele concedido la naturalización”, según el Diccionario de la Real Academia Española. Este vínculo surge a partir de la configuración de los Estados-Nación y supone la concepción moderna de ciudadanía.
La nacionalidad se puede adquirir por dos vías: ius sanguinis y ius soli. La primera, ius sanguinis, también conocida como “derecho de la sangre”, significa que la ciudadanía se hereda: si el padre o la madre tienen la ciudadanía de un país, la tendrá también su hijo o hija. Por ejemplo, como ocurre en España o Alemania. La segunda, ius soli, también denominada como “derecho del suelo o del lugar”, donde la ciudadanía se otorga por el lugar del nacimiento: cualquier persona que nazca en el territorio de un país, adquiere su ciudadanía, sin importar cuál es la ciudadanía de sus padres. Por ejemplo, como en México, Brasil, Canadá, Chile, Ecuador, Estados Unidos, Perú, Uruguay y Venezuela.
Todos los países adoptan alguna de estas dos posibilidades e incluso algunos combinan ambas (en un sistema mixto) o permiten que personas que vienen de otros países (después de cumplir con una serie de requisitos) se nacionalicen (como ocurre en España con los nacionales de la Comunidad Iberoamericana de Naciones que tras trabajar dos años allí pueden solicitar la nacionalidad). También hay nacionales que no tienen la ciudadanía. Por ejemplo, en algunos países, como México, los menores que no han alcanzado la edad que les permite alcanzar la ciudadanía, son nacionales del país pero no son ciudadanas o ciudadanos en materia electoral. Y, al mismo tiempo, puede haber personas que pagan sus impuestos, que usan los servicios públicos, que llevan muchos años compartiendo la vida cotidiana con los nacionales de ese país pero que no cumplen con la condición de haber nacido (o ser hijo/a de un nacional) y por tanto no acceden a la ciudadanía (como ocurre en México)
Todos los países establecen mecanismos de adquisición de la ciudadanía para las personas que pretenden volverse miembros de una comunidad distinta a la que les corresponde a partir de su nacimiento. Este proceso en el cual una persona adquiere la ciudadanía de otro país se llama naturalización y usualmente depende del cumplimiento de una serie de requisitos que pretenden demostrar su vínculo con su nuevo país (por ejemplo, tiempo de residencia o conocimiento del idioma, tradiciones y cultura). Las personas que no tienen ciudadanía de ningún país son llamados apátridas. Esta situación es poco frecuente y los Estados modernos pretenden evitarla a través de una serie de acuerdos y convenios internacionales, como la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas.
La ciudadanía política trata de la pertenencia a una comunidad pero también de la posibilidad de contar con acceso a derechos políticos. El concepto es una construcción histórica que ha ido evolucionando, que no es universal ni invariable sino que -todo lo contrario- se caracteriza por tener un carácter expansivo, es decir, que conforme la sociedad se va transformando suelen ir ampliándose los márgenes en términos de actores y mecanismos. Por tanto, en la actualidad, entendemos a la ciudadanía política como la “condición jurídica que otorga la titularidad de los derechos políticos, especialmente, el derecho al sufragio activo y pasivo” (Ferreira Rubio, 2017: 150).
Si bien la visión clásica de la ciudadanía era bastante elitista (como la que empleaban los Griegos o los Romanos), cada vez más se va ampliando la noción de ciudadanía y se van incorporando nuevos actores como los jóvenes, personas en situación de migración, pertenecientes a grupos de diversidad sexual, personas indígenas y afros, entre otras. La categoría de ciudadana y de ciudadano se fue transformando para ser cada vez más democrática e incluyente, reconociendo el valor de cada individuo y el valor de la diversidad para las sociedades contemporáneas.
Lo mismo ha ocurrido con la manera de ejercer la ciudadanía. Si bien inicialmente la ciudadanía política tenía que ver fundamentalmente con votar, fue incorporando otros derechos vinculados a formas diferentes de participación política y que también suponen mecanismos de intervención de la ciudadanía en lo público (formas de democracia directa, tecnología cívica, entre otros). En el desarrollo de la ciudadanía política fue clave la inclusión de nuevos grupos y, con ello, el cuestionamiento del paradigma del ciudadano universal.
CIUDADANÍA SOCIAL
Las personas esperamos que al pertenecer a una comunidad y participar en las decisiones que ésta tome nos permita proteger nuestros derechos e intereses y así generar condiciones para llevar una vida más plena. Ese es precisamente uno de los objetivos de la democracia: garantizar las condiciones para la autorrealización de las personas.
La ciudadanía también se asocia con la existencia de las condiciones que implican cierto nivel de bienestar económico y social. Recordemos que las sociedades democráticas no pueden funcionar si sus integrantes no gozan de libertades y si no son iguales. Por ello los derechos civiles y políticos que tienen las personas fueron complementados con una serie de derechos económicos y sociales que les permiten alcanzar un mayor bienestar, entre los que destacan, el derecho al trabajo, a la seguridad social, a la salud, a la educación o a un nivel de vida adecuado, entre otros.
De ahí la obligación y la responsabilidad de los gobiernos de asegurar condiciones y posibilidades reales para el ejercicio de esos derechos, indispensables para que las personas puedan llevar una vida plena y para que puedan ejercer de manera sustantiva la ciudadanía política. Esta responsabilidad de los Estados es distinta respecto de las personas que integran su comunidad y de quienes no. De nueva cuenta la ciudadanía resulta ser una categoría clave para la existencia de los derechos y las capacidades de las personas de ejercerlos.
El concepto de la ciudadanía social tomó fuerza a partir de la inclusión de nuevos grupos dentro de la comunidad política, que no necesariamente gozaban de los mismos derechos que las mayorías dominantes. El reconocimiento de los derechos de quienes estaban antes excluidos de la comunidad política (las mujeres, jóvenes, personas en situación de migración, pertenecientes a grupos de diversidad sexual, personas indígenas y afros, entre otras) despertó nuevos debates acerca del significado de la ciudadanía, pues resultaba evidente que estas personas no siempre tenían posibilidades, recursos o capacidades para participar e influir en la vida pública.
De esta manera surgieron nuevos postulados para fortalecer la igualdad social, a través del reconocimiento de la diversidad de contextos de los grupos y subsecuente establecimiento de mecanismos especiales que les permitan participar en pie de igualdad. En general, se trata de que todas las personas deben contar con condiciones mínimas necesarias que aseguren sus capacidades (entendidas como posibilidades reales) de poder desarrollar una vida significativa: para que “vivan vidas plenas y creativas, desarrollen su potencial y formen una existencia significativa acorde con la igualdad de dignidad humana de todos los individuos” (Nussbaum, 2012: 216).
FUENTE: https://farodemocratico.juridicas.unam.mx/que-es-ser-ciudadano-y-que-es-ser-ciudadana/
farodemocratico.juridicas.unam.mx/que-es-ser-ciudadano-y-que-es-ser-ciudadana/
CIUDADANÍA
¿Qué es la ciudadanía? la idea de ser ciudadano o ciudadana es un concepto que surgió muchos años atrás. Se usaba en la antigüedad para distinguir a quienes pertenecían a la comunidad política -los ciudadanos- del resto de personas que no tenían plenitud de derechos civiles y políticos. Los pensadores de esa época, entre ellos Aristóteles, pensaban que las mujeres, los esclavos y los extranjeros no eran ciudadanos. La ciudadanía era sólo para unas pocas personas y entrañaba una cierta visión elitista del ser ciudadano. Era considerada un privilegio para unos pocos. Entonces desde aquellos tiempos los pensadores pretendían definir qué era la ciudadanía, y… hasta la fecha los y las autoras sobre el tema no logran ponerse de acuerdo.
En la Grecia antigua, el concepto de ciudadanía daba cuenta del vínculo entre el individuo y el Estado, que otorgaba al ciudadano un estatus superior al resto de las personas. Esa condición se daba únicamente a los varones libres que contaban con cierta riqueza y que habían nacido o se habían naturalizado en la polis. Los ciudadanos tenían libertades, derechos y obligaciones. Las libertades y derechos incluían la posibilidad de hablar y votar en la asamblea, ejercer funciones públicas, participar de la actividad religiosa, contar con la protección de la ley, tener beneficios sociales, poseer tierra, entre otras. Las obligaciones se referían a las tareas que los ciudadanos debían desempeñar a favor de la polis y que no se limitaban a la participación política, sino que abarcaban otros asuntos públicos, en particular, el de pagar impuestos y defender a la comunidad.
El estatus de ciudadanía podía perderse cuando se había cometido una falta contra la comunidad o contra su honor, por ejemplo, al no pagar los impuestos, al robar, al desertar, al abandonar el campo de batalla, o al haber maltratado a sus padres. El perder la ciudadanía suponía quedarse sin el amparo de la ley, dado que implicaba la pérdida de derechos como por ejemplo asistir al ágora (o plaza pública), la imposibilidad de ser testigo en un juicio, de estar en el ejército, de asistir a los servicios religiosos o de hacer testamentos.
La Roma antigua mantuvo algunas de estas características, como la igualdad ante la ley de los que eran ciudadanos o la participación en los asuntos públicos. Sin embargo, la ciudadanía romana era menos excluyente que la griega, pues los romanos, un imperio conquistador, era más abierto a los extranjeros, a quienes les ofrecía una ciudadanía de segunda categoría. Es decir, las ciudadanas y ciudadanos de los territorios conquistados no podían participar en las decisiones públicas, aunque contaban con la protección de la ley, podían suscribir contratos e, incluso, casarse con los romanos. Todo ello permitió una integración paulatina y la expansión de la cultura romana y de su imperio por las costas del Mediterráneo.
Algunas de las ideas de los griegos y romanos están vigentes en la actualidad, pues seguimos considerando que la ciudadanía está asociada con la pertenencia a una comunidad y con la libertad de actuar dentro de la ley y de buscar su protección. La visión moderna de ciudadanía surgió de la Revolución francesa y se plasmó en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada en 1789, que reconoció que los derechos de los hombres eran naturales, inalienables y sagrados, y que todos los hombres nacían libres e iguales. De esta manera, las ideas antiguas de el ser ciudadano como la membresía a una comunidad fueron complementadas con la ampliación del reconocimiento de esos derechos a un mayor número de personas.
Las democracias modernas que surgieron en el siglo XIX reconocían derechos de ciudadanía, en un primer momento, a todos los varones. Poco a poco, la diversidad de las sociedades y el reconocimiento de los derechos políticos como parte de los derechos humanos se otorgaron de manera formal a todas las personas, sin importar su género, pertenencia a grupos sociales, económicos, ideológicos y religiosos. Y, a pesar de ese reconocimiento formal a la igualdad en el acceso de esos derechos, en la práctica, el ejercicio efectivo fue limitado para algunos grupos. El relato teórico de la ciudadanía ha invisibilizado el hecho de que las mujeres han estado excluidas de manera efectiva de los procesos políticos (recordemos, por ejemplo, lo que tardaron en conseguir el derecho al voto).
Desde los tiempos de Olympe de Gouges, muchas otras mujeres cuestionaron la exclusión y discriminación de las mujeres en la vida pública. Sin embargo, tradicionalmente estas ideas han estado invisibilizadas. Por ejemplo, la noción sociológica de ciudadanía más extendida ha sido la que desarrolló Thomas Marshall en su obra clásica llamada Citizenship and social Class publicada en 1950, para quien la ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones. En su argumento básico sostuvo que la ciudadanía habría evolucionado a lo largo del tiempo a través de la creciente adquisición de derechos como una especie de marcha por etapas: los siglos XVIII (Derechos Civiles); siglo XIX (Derechos Políticos) y siglo XX (Derechos Sociales) y describió cómo esa evolución histórica de la ciudadanía y de los derechos se manifestaba entonces en derechos civiles, políticos y sociales.
En la actualidad, ser ciudadana o ciudadano significa ser miembro pleno de una comunidad, tener los mismos derechos que los demás y las mismas oportunidades de influir en el destino de la comunidad, asimismo supone obligaciones que es lo que hace posible el ejercicio de los derechos. La ciudadanía se manifiesta (se hace posible) a partir de tres dimensiones diferenciadas. Siguiendo a Marshall, primero, por pertenecer a una comunidad que es fuente de identidad colectiva (nacional). Segundo, por la capacidad que tenemos de ser agentes participantes y decisorios en las instituciones políticas. Tercero, porque supone cierto estatus legal. Las tres dimensiones -que se presentan interrelacionadas entre sí en el mundo real- han sido destacadas como claves por diferentes corrientes filosóficas como el comunitarismo, el republicanismo y el liberalismo (Lois y Alonso, 2016: 61).
Esta visión multidimensional de la ciudadanía se encuentra constantemente desafiada por los cambios que se están dando en las últimas décadas respecto a la distinción entre esfera pública y privada, los efectos de la globalización y las ciudadanías cosmopolitas, las crisis europeas del Estado de Bienestar o el creciente pluralismo y diversidad de las sociedades. Todos estos elementos ponen en discusión constantemente el concepto de ciudadanía. Por ejemplo, en relación a la distinción entre espacio público y espacio privado, la revisión histórica evidencia cómo diversos grupos han tenido acceso desigual a los derechos de ciudadanía y cómo la filosofía se ha olvidado de explorar lo que ocurría en el espacio privado (quién se hacía cargo, cómo, para quién).
CIUDADANÍA Y POLÍTICA
Todas las personas tenemos derechos y ser ciudadanos y ciudadanas nos otorga un estatus especial como miembros de una comunidad. En este sentido, la ciudadanía nos vuelve integrantes de un Estado y nos adscribe a una serie de acuerdos, normas y prácticas compartidas que constituyen una comunidad política. La pertenencia a una comunidad política es importante por dos razones principales: porque nos garantiza estatus y derechos de participación al interior de la comunidad y porque nos otorga protección de un Estado hacia afuera de la misma.
Al interior de la comunidad, la ciudadanía nos otorga un estatus igualitario, es decir, reconoce nuestros derechos de participación política en igualdad de condiciones y con la misma importancia que a las demás personas. A partir de ello, contamos con ciertos derechos, pero también responsabilidades, y estamos obligados a respetar las normas comunes y las prácticas de nuestra comunidad. La ciudadanía, relacionada a la política, puede ser entendida como la capacidad de las personas de controlar su propio destino dentro de la comunidad y de influir sobre el destino de la propia comunidad (Stinchcombe, 2001: 140-1).
Las sociedades, si bien reconocen los derechos de las personas, incluso aquellas que no integran la comunidad, pueden ser muy celosas cuando se trata de la participación en la política. Por ello reserva esta actividad únicamente para quienes son ciudadanos y ciudadanas, considerando que otras personas foráneas no comparten los mismos intereses, principios, valores y prácticas que el grupo. En este sentido, debemos reconocer que la ciudadanía llega a ser un concepto excluyente, al dejar fuera de la comunidad a diferentes personas y grupos de personas. Pero, ¿cómo decidimos si alguien integra una comunidad política?
Los países tienen diferentes maneras de definir a quiénes reconocen u otorgan la calidad de ciudadano o ciudadana. Si bien ciudadanía y nacionalidad son cuestiones diversas dependiendo de cada lugar, la mayoría de los países asocian ciudadanía con ser nacional del país y haber cumplido una edad determinada por ley. La nacionalidad señala el “vínculo jurídico de una persona con un Estado, que le atribuye la condición de ciudadano o ciudadana de ese Estado en función del lugar en que ha nacido, de la nacionalidad de sus padres o del hecho de habérsele concedido la naturalización”, según el Diccionario de la Real Academia Española. Este vínculo surge a partir de la configuración de los Estados-Nación y supone la concepción moderna de ciudadanía.
La nacionalidad se puede adquirir por dos vías: ius sanguinis y ius soli. La primera, ius sanguinis, también conocida como “derecho de la sangre”, significa que la ciudadanía se hereda: si el padre o la madre tienen la ciudadanía de un país, la tendrá también su hijo o hija. Por ejemplo, como ocurre en España o Alemania. La segunda, ius soli, también denominada como “derecho del suelo o del lugar”, donde la ciudadanía se otorga por el lugar del nacimiento: cualquier persona que nazca en el territorio de un país, adquiere su ciudadanía, sin importar cuál es la ciudadanía de sus padres. Por ejemplo, como en México, Brasil, Canadá, Chile, Ecuador, Estados Unidos, Perú, Uruguay y Venezuela.
Todos los países adoptan alguna de estas dos posibilidades e incluso algunos combinan ambas (en un sistema mixto) o permiten que personas que vienen de otros países (después de cumplir con una serie de requisitos) se nacionalicen (como ocurre en España con los nacionales de la Comunidad Iberoamericana de Naciones que tras trabajar dos años allí pueden solicitar la nacionalidad). También hay nacionales que no tienen la ciudadanía. Por ejemplo, en algunos países, como México, los menores que no han alcanzado la edad que les permite alcanzar la ciudadanía, son nacionales del país pero no son ciudadanas o ciudadanos en materia electoral. Y, al mismo tiempo, puede haber personas que pagan sus impuestos, que usan los servicios públicos, que llevan muchos años compartiendo la vida cotidiana con los nacionales de ese país pero que no cumplen con la condición de haber nacido (o ser hijo/a de un nacional) y por tanto no acceden a la ciudadanía (como ocurre en México)
Todos los países establecen mecanismos de adquisición de la ciudadanía para las personas que pretenden volverse miembros de una comunidad distinta a la que les corresponde a partir de su nacimiento. Este proceso en el cual una persona adquiere la ciudadanía de otro país se llama naturalización y usualmente depende del cumplimiento de una serie de requisitos que pretenden demostrar su vínculo con su nuevo país (por ejemplo, tiempo de residencia o conocimiento del idioma, tradiciones y cultura). Las personas que no tienen ciudadanía de ningún país son llamados apátridas. Esta situación es poco frecuente y los Estados modernos pretenden evitarla a través de una serie de acuerdos y convenios internacionales, como la Convención sobre el Estatuto de los Apátridas.
La ciudadanía política trata de la pertenencia a una comunidad pero también de la posibilidad de contar con acceso a derechos políticos. El concepto es una construcción histórica que ha ido evolucionando, que no es universal ni invariable sino que -todo lo contrario- se caracteriza por tener un carácter expansivo, es decir, que conforme la sociedad se va transformando suelen ir ampliándose los márgenes en términos de actores y mecanismos. Por tanto, en la actualidad, entendemos a la ciudadanía política como la “condición jurídica que otorga la titularidad de los derechos políticos, especialmente, el derecho al sufragio activo y pasivo” (Ferreira Rubio, 2017: 150).
Si bien la visión clásica de la ciudadanía era bastante elitista (como la que empleaban los Griegos o los Romanos), cada vez más se va ampliando la noción de ciudadanía y se van incorporando nuevos actores como los jóvenes, personas en situación de migración, pertenecientes a grupos de diversidad sexual, personas indígenas y afros, entre otras. La categoría de ciudadana y de ciudadano se fue transformando para ser cada vez más democrática e incluyente, reconociendo el valor de cada individuo y el valor de la diversidad para las sociedades contemporáneas.
Lo mismo ha ocurrido con la manera de ejercer la ciudadanía. Si bien inicialmente la ciudadanía política tenía que ver fundamentalmente con votar, fue incorporando otros derechos vinculados a formas diferentes de participación política y que también suponen mecanismos de intervención de la ciudadanía en lo público (formas de democracia directa, tecnología cívica, entre otros). En el desarrollo de la ciudadanía política fue clave la inclusión de nuevos grupos y, con ello, el cuestionamiento del paradigma del ciudadano universal.
CIUDADANÍA SOCIAL
Las personas esperamos que al pertenecer a una comunidad y participar en las decisiones que ésta tome nos permita proteger nuestros derechos e intereses y así generar condiciones para llevar una vida más plena. Ese es precisamente uno de los objetivos de la democracia: garantizar las condiciones para la autorrealización de las personas.
La ciudadanía también se asocia con la existencia de las condiciones que implican cierto nivel de bienestar económico y social. Recordemos que las sociedades democráticas no pueden funcionar si sus integrantes no gozan de libertades y si no son iguales. Por ello los derechos civiles y políticos que tienen las personas fueron complementados con una serie de derechos económicos y sociales que les permiten alcanzar un mayor bienestar, entre los que destacan, el derecho al trabajo, a la seguridad social, a la salud, a la educación o a un nivel de vida adecuado, entre otros.
De ahí la obligación y la responsabilidad de los gobiernos de asegurar condiciones y posibilidades reales para el ejercicio de esos derechos, indispensables para que las personas puedan llevar una vida plena y para que puedan ejercer de manera sustantiva la ciudadanía política. Esta responsabilidad de los Estados es distinta respecto de las personas que integran su comunidad y de quienes no. De nueva cuenta la ciudadanía resulta ser una categoría clave para la existencia de los derechos y las capacidades de las personas de ejercerlos.
El concepto de la ciudadanía social tomó fuerza a partir de la inclusión de nuevos grupos dentro de la comunidad política, que no necesariamente gozaban de los mismos derechos que las mayorías dominantes. El reconocimiento de los derechos de quienes estaban antes excluidos de la comunidad política (las mujeres, jóvenes, personas en situación de migración, pertenecientes a grupos de diversidad sexual, personas indígenas y afros, entre otras) despertó nuevos debates acerca del significado de la ciudadanía, pues resultaba evidente que estas personas no siempre tenían posibilidades, recursos o capacidades para participar e influir en la vida pública.
De esta manera surgieron nuevos postulados para fortalecer la igualdad social, a través del reconocimiento de la diversidad de contextos de los grupos y subsecuente establecimiento de mecanismos especiales que les permitan participar en pie de igualdad. En general, se trata de que todas las personas deben contar con condiciones mínimas necesarias que aseguren sus capacidades (entendidas como posibilidades reales) de poder desarrollar una vida significativa: para que “vivan vidas plenas y creativas, desarrollen su potencial y formen una existencia significativa acorde con la igualdad de dignidad humana de todos los individuos” (Nussbaum, 2012: 216).
FUENTE: https://farodemocratico.juridicas.unam.mx/que-es-ser-ciudadano-y-que-es-ser-ciudadana/